(Pieles rojas)
Hay fotos que muestran
a niños con tocados de pluma
y las caras pintadas en señal de guerra
esos chicos entienden que lo que hacen
es una parodia de otras vidas
creen que son, pero saben que no son
los pieles rojas destinados a morir
a manos de un enemigo
mejor favorecido por la historia
Pero eso no les roba el heroísmo
de la batalla librada hasta el final
hasta el momento en que el último cae
asido al estandarte
eleva el grito final de wakantanka
el espíritu de búfalo
y establece un triunfo definitivo con su muerte
Ya saben algo de eso
porque lo han visto en blanco y negro
entre los relámpagos de una luz inestable
en imágenes que no pueden mentir
Algunos de esos chicos crecieron
odiando al carapálida
y aunque la vida los llevó
a celebraciones iluminadas por cristales
a existencias ordenadas y prolijas
aunque en apariencia sólo sean amaestrados
elementos del mundo que disuelve
sus antiguos alaridos de combate
en ellos cada tanto refucila
la mirada de Caballo Loco, agitando su hacha
Allí también, en los salones
en que se casan sus hermanas
y se reparten los tantos
un anhelo latente les nubla la mirada
y como dijo alguien
se les escapa el indio
Brutales eran
esos indios malos
chocante su cosecha de cueros cabelludos
Allí, en los años tempranos
se abren los caminos
Siguen habiendo cowboys que protegen su hacienda
y su familia
y pieles rojas que quieren existir
mientras aún pasten
búfalos en la pradera
Cada niño que ya está siendo hombre
elige su trinchera
a veces para siempre.
(Tristán)
Tristán nació de Loba
la doberman mayor del Coronel;
era una bola movediza
de pelo negro
Nunca habíamos visto
nada tan tierno como sus movimientos
reptando hacia las tetas
sus ojos cerrados en un placer
que nada puede reemplazar
caía luego en la modorra de los hartos
A los seis meses le cortamos la cola
y las orejas
porque así se estilaba
Lo amamos, esos días, como a nada o a nadie
Nos levantábamos temprano
tan sólo para verlo
estirarse en la cucha
frotarse el hocico en nuestras manos
y volver a su posición de ovillo
Antes de que cumpliera el año
se lo llevaron con mentiras
no nos dijeron dónde
y fue para nosotros
algo muy parecido al fin de todo
Tiempo después
fuimos a la casa de amigos
del otro barrio, el que estaba en el bajo
pegado al regimiento
Esas casas eran todas iguales:
las mismas celosías de madera
pintadas de un verde que llamaban militar,
galería de tejas, columnas de madera
canteros con prolijas margaritas
como para mostrar que éramos gente
parecida a toda la demás
De pronto oímos un sonido
metálico y agudo
como un desplazamiento
de acero sobre acero
y un pesado golpear de patas
trotando sobre el césped
Cuando alzamos la vista
un animal enorme, oscuro
con ojos como llamas
el hocico fruncido liberando los dientes
emitía el farfeo contenido
de las bestias a punto de saltar
Su expresión era de un odio tan extremo
que nos dejó sin aire
Lo reconocimos por una marca
que le había quedado en la oreja
en un error del corte
y una manchita más clara sobre uno de los ojos
No hemos podido
-es difícil- olvidar
ese momento en que el amor más profundo
se convierte en el peor de los miedos.
Alejandro Mendez Casariego (Buenos Aires)
La yapa: El prólogo
Hiraeth es una palabra de origen galés. No tiene una traducción precisa al castellano, ya que su significado es tremendamente específico: describe la añoranza, el ansia de recuperar algo pedido, un tiempo y un espacio que ya no existen más que en la forma de recuerdo, de reminiscencia. Es decir, hiraeth es el intenso, intensísimo deseo de un retorno imposible. El libro Pieles rojas, de Alejandro Méndez Casariego puede ser pensado -todo él- como una posible traducción de esa palabra a nuestro idioma.
Lo que subyase en cada uno de estos poemas como el tiempo perdido y -sorprendentemente- recobrado, restituido, vuelto a la vida, es la infancia: la verdadera, la única patria que todos tenemos, según Rilke. A ese territorio vuelve el poeta a relatar la historia y relatándola, la reescribe. Los poemas van construyendo un entramado, el de un tiempo que es -a la vez- real y mítico. Así, los terrores, los amores, los primeros dolores y disfrutes, las aventuras y desventuras de los niños, y sobre todo los peligros efectivos e imaginarios a los que se enfrentan, van convirtiéndose en el eje de estos textos. Aunque debiera decirse que el verdadero peligro que se anuncia en cada poema -asordinado, sutil, larvado, temible- es el momento en que la libertad salvaje de aquellos días nos será finalmente arrebatada, es decir, el inevitable tiempo en que la infancia se termina. Pero al mismo tiempo Pieles rojas nos dice también que las esquirlas de la infancia, las marcas que deja en el cuerpo, son indelebles: las historias que ese niño, esa niña que fuimos hizo propias, determinan a fuego nuestras vidas. Escribe Mendez Casariego:
Allì, en los años tempranos
se abren los caminos
Siguen habiendo cowboys que protegen su hacienda
y su familia
y pieles rojas que quieren existir
mientras aún pasten
búfalos en la pradera
Cada niño que ya está siendo hombre
elige su trinchera
a veces para siempre
Este es un libro despojado, certero, implacable: carga sobre sí con el peso de la celebración por lo que se ha tenido y de la pena por haberlo perdido. Nunca, sin embargo, hay en el pleno festejo ni pura melancolía. Más bien hay un tono que incluye claroscuros, los matices, las lentas variaciones de la luz y de la sombra a lo largo de un día, de una vida. Se trata -y es necesario decirlo con esta claridad- de un libro hermoso, y esta no es una valoración estética únicamente, porque el efecto de la belleza de este libro contiene una potencia que excede, en mucho, la del disfrute estético. La suya es una belleza que nos permite soportar lo que de otra manera sería insoportable: el anhelo, el deseo -urgente e irrealizable- de restituir lo ido, de reparar lo roto, ese deseo que solo la poesía nos permite alcanzar, al menos por el breve tiempo en que nos dejamos llevar por un libro tan hermoso como este, capaz de hacer que suceda lo imposible.
Claudia Masin
Fuente: "Pieles rojas", Alejandro Mendez Casariego, Editorial Deacá, 2017.
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