El terreno baldío
Nunca supe cómo cruzar el terreno
baldío
ni atravesar en skate las calles de
tierra
ni hacer chistes visionarios y precisos
pero me trepaba a los árboles
y a los postes de luz
con la habilidad de un chimpancé.
Podía ver entonces la proyección
diminuta de:
la casa los primos el lomo de un perro
el viento allá arriba era otro y el
silencio
me pertenecía como
pocas cosas pueden pertenecer en la
vida.
Después estaba el vértigo, y ese mareo de
hamacas
cuando se arrojan las piernas
como serpentinas al cielo
en un primer instinto de supervivencia.
La vida tranquila
Poco llega de las fotos o su brillo
real
sobre la mesa desprolijas parecen
parte de otro mundo, otra familia
desprevenida
arrugando las caras por el sol.
Completamos de memoria algunos hechos
sin saber si fueron ciertos o nos
inventamos esos años
cuando corríamos al mar, los padres en
la orilla
gritando que no: la familia atada al cuello
como un tirón de cuerda ante el impulso de un cachorro
la voz, un látigo, un vuelo de pájaro
que pierde fuerza poco antes de llegar.
Corremos con los pies hundidos, dejamos
huellas del tamaño
de una cucharada en la arena, respondemos
al efecto de la tracción, mientras
manos dóciles
nos alimentan, nos abrigan, desenredan
las hebras gruesas de pelo mojado, con silencio
y paciencia
entre toallas secas. Pienso en cómo
haré
para regresar a la calma
propia del nido, cómo haré con esta
furia
que viene desde el mar:
sería separar a dos amantes
que eligieron mal el tiempo de su amor.
Mientras tanto los padres están ahí
en la parte tibia de la foto
se resguardan en la casa, los hijos, la
vida tranquila
dejan al curso de las cosas hacer
lo que tiene que hacer
sin preguntarse quiénes eran ellos
antes
de conformar esta unidad
antes de ser los padres, quiénes eran
a qué otra cosa quisieron con el fervor
de lo que no se puede abandonar.
Un mecanismo de supervivencia
Una banda narco cayó hoy: escondía
cocaína
en ositos de peluche, ahora destrozados
sobre una mesa, el algodón saliendo a
borbotones
de la cabeza arrancada del animal y los
ojos,
dos caramelos negros y duros
brillando en la oscuridad.
Al costado, la pared y la luz
fluorescente, las espaldas
desnudas de los narcos, cubierta la
cabeza
con su propia ropa, como si no fuera
humana sino de vaca o de león cansado.
Afuera de la casa
la mañana permanece y es la hora en la
que todo
está por suceder. Vivo al lado de una
escuela
parecida a la escuela a la que fui y
parecida
a la que irán mis hijas y mis hijos y
los hijos
y las hijas de mis hijos y mis hijas.
Mi cuerpo
ya muestra la señal del descontento
que habita en todos los cuerpos: las
manos
algo ásperas, los brazos cansados
las comisuras y sus líneas suaves:
un camino trazado sobre el que ya
no es posible regresar y las cosas
que simplemente abandoné y dejaron
de ser mías para siempre. Un tender, el
balde,
las macetas vacías y apiladas
desde el principio de los tiempos, van
tomando forma, fijando
un mecanismo de supervivencia.
No sucede mucho más: anuncian un
decreto, picadas
mortales, cada vez más parejas se
separan
entre los 35 y los 40, una edad que
tendré
en poco tiempo y aún así nada puede
retrasar el lunes,
las hojas barridas prolijamente a un
costado de la calle, el sol que roza
un fragmento de pared y forma un
cuadrado blanco
que se vuelve claro, cada vez
más claro hasta borrarse por completo.
Flor Defelippe (Buenos Aires, 1982)
UNA YAPA: Dos poemas en la voz de Flor Defelippe
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