EL POZO
caigo en un pozo
el amor de mis padres
va y viene
de un brote verde
a una herida
que se lleva en cicatriz
me encuentro con la tierra
y de un punto de luz
crecen hiedras blancas
lentas hacia mis brazos
pienso que de oro serán los tilos
de viento, las aves
luego de días de calma
encontraré la hierba
Luciana Jazmín Coronado (Buenos Aires, 1991)
Fuente: Catacumbas, Luciana Jazmín Coronado, Valparaíso ediciones, 2016,
LA YAPA:
JOTAELE ANDRADE ESCRIBE SOBRE CATACUMBAS
Catacumbas:
tres instancias talladas con un diamante
La lengua es la patria de los
desposeídos. Un no-lugar que aglutina todos los lugares, toda la memoria de lo
vivido y lo imaginado. En este libro, magnífico -voy a adjetivar así, sin más,
porque lo es-, la lengua construye una voz poética de un lirismo maduro,
contenido y de talla diamantina. A su vez, esta voz poética construye un viaje
en tres instancias, a través de las ruinas de una casa que explotó; a través
del jardín de otra casa cuyo universo es casi exclusivamente femenino y frágil;
y, por último, a través de una calle cero: es decir un no-lugar todavía. Aquí
la lengua da su rodeo, vuelve a sí misma en el paralelo cero de quien todavía
está construyendo su memoria.
La primera instancia es una casa
donde estalló una bomba: “hermanito,/ sentí una luz antes de la explosión/ era
el mar incrustado en nuestras cabezas”.
Por fuera queda la devastación, por
dentro el pensamiento es una tierra invadida por el mar. Esta imagen se ligará
luego en la tercera y última parte, cuando esta casa devastada sea un recuerdo
al que se vuelve y el yo poético se encuentre “de mar, de mar en mar”
aferrándose “a las costas/ y a la prisa de la espuma/ que envuelve/ el pellejo
del planeta”. Si en la tercera parte se inicia el viaje desde el grado absoluto
de la voluntad, la poesía también advierte que el futuro es tiempo que ya está retornando en su espuma.
Es una advertencia, quizás, para la poeta.
Los que se quedan son los habitantes
de la tragedia. Es el que se es para siempre y, a un mismo tiempo, una capa en
la cebolla. Si un hombre es todos los hombres, quien se ha sido se es siempre.
Somos la niña que construye y deconstruye a su padre, quince años después.
Somos la adolescente que “ha perdido sus partes internas” diez años después.
Eso dice, por lo bajo, el yo poético: que se persiste como las ondas en el agua
aun cuando la piedra hace rato que yace en el lecho del estanque.
¿Quiénes son los habitantes de las
ruinas que viven sobre los vidrios triturados y que comienzan a excavar en
roles forzados, incómodos para así poder acomodarse bajo el peso de todo lo
roto?
Una niña, un padre, un hermano, “la
esposa de mi padre”. Todo esto da “una familia de yeso”. Una imagen precisa y
violenta. Y quieta, oscuramente quieta ¿Qué puede vivir en una casa estallada
sino la proyección de una imagen petrificada, hecha a imagen y semejanza de los
que sueñan que se han ido o que se alejan en el mar de sus pensamientos?
“En esta casa no florecerán lirios/
no habrá música” sentencia la voz de Luciana Jazmín Coronado. Apenas habrá el
tiempo como “pico de grulla al sol”, buscando entre las ruinas su alimento: los
que se quedaron, los que se fueron.
¿Son efectivas estas ruinas? ¿Son
reales? Esta familia vive en la intemperie de sí misma, construye cada día lo
estallado y todos excavan su propia madriguera de estar, su ser parte de un
rito que los agrupa en torno a una mesa donde se vuelven de yeso. En ese estado
se quedan para siempre los que vieron estallar la casa. En ese estado son revisitados
luego por sí mismos, sobrevivientes de la tragedia, por la memoria que a sí
misma (y así) se edifica.
¿Por qué revisitados? Porque este es
un libro que busca reunir en el futuro todo lo que se está haciendo memoria en
el presente y lo que se perdió: la casa, la inocencia, el jardín avanzado por
una naturaleza amenazante. Por eso el yo poético adelanta el rostro sucesivo
del acontecimiento, busca recrear el mañana aun cuando lo acontecido continuará
sucediendo como el agua “de mar, de mar en mar”.
Es, por eso, un libro de oscuras
transmutaciones y mutaciones donde la naturaleza acecha y forma una alianza con
lo sórdido de los habitantes, en el poema “Cena en las Heras” el yo poético
muestra un rito de inversiones de un modo sutil pero no por eso menos trágico:
“Una flor enorme nace/ debajo de la
mesa// sus pétalos absorben/ la voz tenebrosa/ de la esposa de mi padre/
mientras comemos// está cerca/ la escondo entre mis piernas/ (…) La cena está
servida/ estoy seca/ (…) yo he perdido mis partes internas// antes de morir
decido: conecto mi ombligo al tallo/ contemplo a mi familia de yeso”.
Tallo, yeso, remiten al jardín. Es
el que vendrá en la segunda instancia. Hay dos casas para una misma existencia.
Una está en ruinas, la otra tiene un jardín que algún día, merced a la temida
ausencia, se transformará en un “baúl de flores”. Aquí la voz poética vuelve a
construir una memoria del futuro, intenta desasirse del presente continuo donde
la muerte se adelanta en los senos caídos de la abuela, en sus piernas
hinchadas, en esa madre que deslee el presente al ir “hurgando en los libros/
la respuesta/ de lo que deja de ser” y en el tejido de una fe que no alcanza a
cubrir eso que incesante deja de ser. Es un doble juego como si el punto
corriera detrás de sí y diera el círculo que corriera detrás del punto.
El futuro está esbozado en la fuga
del presente en forma de arcones o sótanos, ¿dónde si no, se guardan las cosas
que se amaron, los objetos queridos que ya no se usan? Allí se convoca “un
sótano de estrellas”, “un baúl/ de flores azules” que iluminará bajo la tierra
(logradísima imagen sobre los muertos amados), pero, y esto es lo que tremola,
sin que lo advierta aún, dentro de la voz poética, serán en el futuro las
catacumbas que dan nombre al título. Es decir: de algún modo advierte pero
todavía es un ovillo que desconoce su hilo.
Y sucede también, un modo de
consustanciación de aprehendimiento de la otredad para aceptar que aún lo amado
es ajeno, propio en su particularidad:
“mi abuela (…)/ sueño con abrir su
cabeza/ una vez muerta/ para mirar/ sus pensamientos/ escondidos en cajitas//
ordenados/ por tipo/ como mínimas joyas// sueño/ con encontrar esos cofres/
para aceptar por fin/ que ciertas cosas/ no nos pertenecen”.
Hay aquí también el gesto desesperado
de religarse con lo otro, es un abrazo que funde, una lírica de desvaciamiento,
que busca incorporar al otro en uno.
La tercera y última instancia del
libro se para en la línea de lo que todavía no se ha enunciado: la línea de
largada del viaje y con él la búsqueda, el encuentro (también con uno y con sus
cofres que guardan lo vivido), con lo que se ha sido (“encontrarás tu sombra”,
“la niña que fui/ ella vendrá de lejos/ atravesará cada sótano de la memoria”),
lo posible y lo improbable. Bien cabe citar aquí el poema Ítaca, de Cavafis; de
hecho las líneas finales del primer poema de esta última sección remiten al
poema del griego: “serás extraña para otros/ pero tendrás tu minuto de amor”.
Es echar a andar el futuro para
regresar a eso que ya no volverá, a ese que ya no se es pero que lo hace para
“ser amado/ como los barcos que vuelven después de años” con todo el peso de la
espera derrumbándose.
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