lunes, 15 de mayo de 2017

1 POEMA MÁS DE LUCIANA JAZMÍN CORONADO Y UNA YAPA (RESEÑA DE JOTAELE ANDRADE)





EL POZO


caigo en un pozo

el amor de mis padres
va y viene
de un brote verde
a una herida
que se lleva en cicatriz

me encuentro con la tierra
y de un punto de luz
crecen hiedras blancas
lentas hacia mis brazos

pienso que de oro serán los tilos
de viento, las aves

luego de días de calma
encontraré la hierba



Luciana Jazmín Coronado (Buenos Aires, 1991)
Fuente: Catacumbas, Luciana Jazmín Coronado, Valparaíso ediciones, 2016,





LA YAPA: 

JOTAELE ANDRADE ESCRIBE SOBRE CATACUMBAS



Catacumbas: tres instancias talladas con un diamante

La lengua es la patria de los desposeídos. Un no-lugar que aglutina todos los lugares, toda la memoria de lo vivido y lo imaginado. En este libro, magnífico -voy a adjetivar así, sin más, porque lo es-, la lengua construye una voz poética de un lirismo maduro, contenido y de talla diamantina. A su vez, esta voz poética construye un viaje en tres instancias, a través de las ruinas de una casa que explotó; a través del jardín de otra casa cuyo universo es casi exclusivamente femenino y frágil; y, por último, a través de una calle cero: es decir un no-lugar todavía. Aquí la lengua da su rodeo, vuelve a sí misma en el paralelo cero de quien todavía está construyendo su memoria.

La primera instancia es una casa donde estalló una bomba: “hermanito,/ sentí una luz antes de la explosión/ era el mar incrustado en nuestras cabezas”.

Por fuera queda la devastación, por dentro el pensamiento es una tierra invadida por el mar. Esta imagen se ligará luego en la tercera y última parte, cuando esta casa devastada sea un recuerdo al que se vuelve y el yo poético se encuentre “de mar, de mar en mar” aferrándose “a las costas/ y a la prisa de la espuma/ que envuelve/ el pellejo del planeta”. Si en la tercera parte se inicia el viaje desde el grado absoluto de la voluntad, la poesía también advierte que el futuro es  tiempo que ya está retornando en su espuma. Es una advertencia, quizás, para la poeta.

Los que se quedan son los habitantes de la tragedia. Es el que se es para siempre y, a un mismo tiempo, una capa en la cebolla. Si un hombre es todos los hombres, quien se ha sido se es siempre. Somos la niña que construye y deconstruye a su padre, quince años después. Somos la adolescente que “ha perdido sus partes internas” diez años después. Eso dice, por lo bajo, el yo poético: que se persiste como las ondas en el agua aun cuando la piedra hace rato que yace en el lecho del estanque.

¿Quiénes son los habitantes de las ruinas que viven sobre los vidrios triturados y que comienzan a excavar en roles forzados, incómodos para así poder acomodarse bajo el peso de todo lo roto?
Una niña, un padre, un hermano, “la esposa de mi padre”. Todo esto da “una familia de yeso”. Una imagen precisa y violenta. Y quieta, oscuramente quieta ¿Qué puede vivir en una casa estallada sino la proyección de una imagen petrificada, hecha a imagen y semejanza de los que sueñan que se han ido o que se alejan en el mar de sus pensamientos?

“En esta casa no florecerán lirios/ no habrá música” sentencia la voz de Luciana Jazmín Coronado. Apenas habrá el tiempo como “pico de grulla al sol”, buscando entre las ruinas su alimento: los que se quedaron, los que se fueron.

¿Son efectivas estas ruinas? ¿Son reales? Esta familia vive en la intemperie de sí misma, construye cada día lo estallado y todos excavan su propia madriguera de estar, su ser parte de un rito que los agrupa en torno a una mesa donde se vuelven de yeso. En ese estado se quedan para siempre los que vieron estallar la casa. En ese estado son revisitados luego por sí mismos, sobrevivientes de la tragedia, por la memoria que a sí misma (y así) se edifica.

¿Por qué revisitados? Porque este es un libro que busca reunir en el futuro todo lo que se está haciendo memoria en el presente y lo que se perdió: la casa, la inocencia, el jardín avanzado por una naturaleza amenazante. Por eso el yo poético adelanta el rostro sucesivo del acontecimiento, busca recrear el mañana aun cuando lo acontecido continuará sucediendo como el agua “de mar, de mar en mar”.
Es, por eso, un libro de oscuras transmutaciones y mutaciones donde la naturaleza acecha y forma una alianza con lo sórdido de los habitantes, en el poema “Cena en las Heras” el yo poético muestra un rito de inversiones de un modo sutil pero no por eso menos trágico:

“Una flor enorme nace/ debajo de la mesa// sus pétalos absorben/ la voz tenebrosa/ de la esposa de mi padre/ mientras comemos// está cerca/ la escondo entre mis piernas/ (…) La cena está servida/ estoy seca/ (…) yo he perdido mis partes internas// antes de morir decido: conecto mi ombligo al tallo/ contemplo a mi familia de yeso”.

Tallo, yeso, remiten al jardín. Es el que vendrá en la segunda instancia. Hay dos casas para una misma existencia. Una está en ruinas, la otra tiene un jardín que algún día, merced a la temida ausencia, se transformará en un “baúl de flores”. Aquí la voz poética vuelve a construir una memoria del futuro, intenta desasirse del presente continuo donde la muerte se adelanta en los senos caídos de la abuela, en sus piernas hinchadas, en esa madre que deslee el presente al ir “hurgando en los libros/ la respuesta/ de lo que deja de ser” y en el tejido de una fe que no alcanza a cubrir eso que incesante deja de ser. Es un doble juego como si el punto corriera detrás de sí y diera el círculo que corriera detrás del punto.

El futuro está esbozado en la fuga del presente en forma de arcones o sótanos, ¿dónde si no, se guardan las cosas que se amaron, los objetos queridos que ya no se usan? Allí se convoca “un sótano de estrellas”, “un baúl/ de flores azules” que iluminará bajo la tierra (logradísima imagen sobre los muertos amados), pero, y esto es lo que tremola, sin que lo advierta aún, dentro de la voz poética, serán en el futuro las catacumbas que dan nombre al título. Es decir: de algún modo advierte pero todavía es un ovillo que desconoce su hilo.

Y sucede también, un modo de consustanciación de aprehendimiento de la otredad para aceptar que aún lo amado es ajeno, propio en su particularidad:

“mi abuela (…)/ sueño con abrir su cabeza/ una vez muerta/ para mirar/ sus pensamientos/ escondidos en cajitas// ordenados/ por tipo/ como mínimas joyas// sueño/ con encontrar esos cofres/ para aceptar por fin/ que ciertas cosas/ no nos pertenecen”.

Hay aquí también el gesto desesperado de religarse con lo otro, es un abrazo que funde, una lírica de desvaciamiento, que busca incorporar al otro en uno.

La tercera y última instancia del libro se para en la línea de lo que todavía no se ha enunciado: la línea de largada del viaje y con él la búsqueda, el encuentro (también con uno y con sus cofres que guardan lo vivido), con lo que se ha sido (“encontrarás tu sombra”, “la niña que fui/ ella vendrá de lejos/ atravesará cada sótano de la memoria”), lo posible y lo improbable. Bien cabe citar aquí el poema Ítaca, de Cavafis; de hecho las líneas finales del primer poema de esta última sección remiten al poema del griego: “serás extraña para otros/ pero tendrás tu minuto de amor”.

Es echar a andar el futuro para regresar a eso que ya no volverá, a ese que ya no se es pero que lo hace para “ser amado/ como los barcos que vuelven después de años” con todo el peso de la espera derrumbándose.

Catacumbas,  ganador del I Premio Hispanoamericano de Poesía de San Salvador, es un libro con una voz particular. Casi es posible decir que las voces internas que construyen la voz que canta en los poemas son inaudibles, lo que da un tono que pasa sobre lo que dice como el peleador oriental que pisara sobre papel de arroz. Tal es la ligereza en que se deslizan estos poemas. Pero no por ello son flácidos ni débiles. Por el contrario, son rotundos y exactos, como las pirámides. En esta doble dimensión Luciana J. Coronado se desliza por la poesía como los cuerpos femeninos de su libro sobre los camisones; éstos cubren el paso del tiempo, las imperfecciones, lo deteriorado, y dan su vuelo de tela estampada con lilas, con lunas; los otros lo hacen para envolver el peso de la palabra en lo liviano de un lirismo asombroso, lleno de imágenes sobrias y fulgentes.

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