EL CRUCE
La noche fue a gotas
calurosa, indomable.
Yo llegaba de países congelados
de planicies y roturas
de un dialecto sombrío
como los amantes incompletos de mis sueños
formados por aromas y abismos.
Y vos, imposible, sosteniendo la mirada
al sol del cielo de tu pueblo
envuelta en la grandeza
de un perfume natural
que sólo podría rimar con ángeles
o con las piedras onduladas de los ríos
profundas,
bajo el atardecer
inalcanzables.
Ahí los dos en un cruce de caminos
mirándonos, bajo las estrellas
que se abren a la calidez de tu palma
donde finalmente puse mis dedos
hasta sentir que me rendía
a tus hombros y labios
a las únicas palabras que podíamos escuchar
sin aturdirnos.
Decidimos no hacer nada
ante la perfección del instante.
Era el cosmos entero
alisado en un sólo cuerpo
por las
arenas secretas de los mares nocturnos,
el agua en gotas sobre la piel
tildada de escalofríos
y el disparo brillante en el azul
como ráfagas eléctricas
sin
que importara nada más
que unirme a tu frente
a tus espectros
a las manos que giran entre sí
sin agotarse
como un nido de altura
en el
más peligroso y
en el
mejor de los paisajes.
Misiones
El cielo de la noche
mordiéndome los dedos
los sulfuros del hombre
en la terca altura de las estrellas
casi
ahogado
abriendo y cerrando
recuerdos de niños y niñas
como manzanas y barcos
en el río que le va marcando a la luna
un regreso sin dios en su
cárcel de esteros.
Da ganas de gritar en la profundidad de todas
las cabelleras
y las
plantas
y
la sombra de los tigres
y la perfección de los insectos
sólo para invocar a Quiroga
a un vino a tiempo
en las redes naturales del ensueño.
Acá es difícil el gris y el futuro,
quieto; se escuchan pasar todos los males
y todas las dulzuras sin que haya
jamás donde guardarlas;
la creencia general es que
“todo crece sobre la base
de un profundo miedo a transformarse en lo que
amamos
y en ese momento no saber qué hacer”.
Carlos Nuñez (Buenos Aires, 1955)
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