MAL DE PIEDRA
Este permanente combate contra la hoja en blanco,
¿qué ofrece a mi vida? Quizá menos
que la astilla que me da en pleno rostro
cuando ando por las calles hacia mi calle.
El aire que no arde, los ojos enrojecidos,
límites inapelables, vigilia de la brizna,
burla del légamo, sangre clamando por el jaspe,
un pez fluyendo por la corriente hasta el último fulgor del
cobalto.
Ah, querido Cavalcanti, tiene que haber una puerta,
un secreto,
una llave.
PRIMER RETRATO
En esta fotografía
C.B. lee un poema de Eliot.
Un mirar atento, con cierto dejo de tristeza,
como decir adiós
o abrir cartas amarillentas.
Su rostro pálido, su mano izquierda, un paisaje desolado
de Chirico
repitiéndose una y otra vez en sus ojos negros.
Un destino de pájaro en la lluvia.
La vida le duele, como llaga
en la carne.
Y aunque C. B. diga
que la poesía
viene sin que la llame,
lo desmienten
los labios en tensión, los nervios a punto de estallar:
allí nomás, detrás de los curvos
huesos de su pecho,
hay alguien que busca adverbios y luciérnagas
para no morir de frío en la penumbra.
Me estoy desvaneciendo.
Solo ante el vértigo de las cosas,
ante el inexplicable tejido de la lluvia.
La noche quiere que en este día olvide
que alguna vez me fue dada la juventud,
que es el dominio sobre los misterios del sexo y de la
muerte,
cada palabra dicha o escuchada,
cada vigilia en pos
de una cifra, un rostro, de una isla distante,
las líneas que unen la tierra con las estrellas,
la inmensidad del mar, lo vivido y lo soñado,
la imagen de la luna en el agua,
el vientre de la mujer amada,
los días de tormenta, las tardes de la infancia,
las lágrimas derramadas
y, lo que es más terrible todavía, la esperanza.
Me estoy desvaneciendo, ya casi no puedo ver mis manos.
Se derrama mi palabra sobre la fatiga de las cosas.
El niño regresa de la ceniza
y muestra las heridas de la soledad, del desamparo.
La noche crece y me llama.
La noche es infinita y oscura, como la muerte y la ceguera.
Por favor, ponme una máscara.
Ya no puedo estar en carne viva.
INTERIOR
a Liliana Lukin
En vano me han sido prodigados el océano,
la sed de los viajeros,
la antorcha de los poetas.
En vano he ofrecido mi universo carnal a terapeutas y
alquimistas.
Aún tengo los mismos ojos tristes,
las mismas medias rotas de los días de mi infancia.
¿Por qué me dejaron tan solo?
¿Por qué estoy tan lejos, tan alto?
LA NAVE DE LOS LOCOS
Esa mujer que amasa el pan y no lo come.
Ese niño ciego que pregunta por las estrellas.
Esos que no se abrazan por temor a Dios, a romperse.
Ese silencio, tan atroz.
El dolor.
La demencia.
Sin embargo me pongo el saco, y salgo.
Sin embargo trabajo por un sueldo, y me callo, y me someto.
Carlos Barbarito (Pergamino, 1955. Reside en Muñiz)
Fuente: "Éxodos y trenes", Ediciones Último Reino, 1987
Maravillosos poemas.
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