XII. El Colgado
el hombre
que se mece en la soga
los cuervos
sobre el hombre...
y mañana lloverá
y todo
habrá
pasado
Marcelo Dughetti
El monte de los árboles sogueros
Un tirante. Una soga.
Cuelgo de un pie.
Cabeza abajo, como Osiris.
Me balanceo sobre un precipicio.
No sé por cuánto tiempo me sostendrá la soga.
No ofrezco resistencia
ni desgasto mis fuerzas en procurar erguirme.
Mis manos impotentes descansan en mi espalda.
Mi cabeza se mece
como si me cabello añorase la tierra
para volver al vientre de la madre nutricia.
En esta suerte de crucifixión
debo aprender de la humildad de Pedro.
Los que pasan se apiadan
porque se reconocen indefensos
entre aquello que han sido y lo que quieren ser.
Algunos me apedrean, llamándome traidor.
Los niños se llevaron las monedas
que cayeron al piso.
Son mis aliados en el desapego.
Hay algunos que intentan inclinarse
para mirar el cielo desde mi perspectiva.
Los que lo hacen pueden verme bailando,
erguido, equilibrado.
Si logro renunciar a ver el mundo
del modo que lo hacía,
ya no podré agradecer este martirio.
Me sostienen dos árboles truncados.
Hoy ostentan seis brotes cada uno:
doce meses para que sus ofrendas
puedan reverdecer,
doce horas en la cara del reloj.
Odín, atravesado por su lanza,
se desplomó después de haber colgado
de las ramas sagradas de Yggdrasil.
Así, cabeza abajo, sin beber ni comer,
nueve días y nueve largas noches.
Hasta el mismo padre de los dioses
pagó con sacrificio
el secreto alfabeto de las runas.
Acepto, entonces, mi iniciación.
Soy un péndulo.
Al fondo del abismo,
veo el pozo de Mimir,
donde reside la sabiduría.
Entrego a él mi voluntad
a cambio del fuego prometeico
del que habla el Ermitaño.
Ya replica la sangre entre mis sientes.
Me dirijo hacia la trascendencia.
XVII. La Estrella
La luz me ha conducido hasta el arroyo.
Aquí no hay carro, templos ni palacios.
Sin transporte ni abrigo,
en el seno nutricio de la naturaleza
me reconozco plena.
Ya no me quedan máscaras,
ropajes, distracciones, compañía:
tan solo los dos cántaros alquímicos
que supe recibir
del ángel generoso que me otorgó templanza.
En el sosiego, soy ondina, soy náyade.
Agua a las aguas
para que fluya la energía del mundo.
Agua a la tierra
para que se renueve el ciclo primigenio.
Bajo el mandala de luz que me ha guiado,
los cabellos de la Venus Urania
acarician mis hombros.
Las Pléyades
despliegan octogramas de orden ineludible.
Ungida con el halo del lucero,
ya nada me hace falta.
En las ramas perennes de los árboles
oigo al cuervo de Elías prometer abundancia.
La soledad carcome,
pero acepto la pausa y el reposo.
El centro de mi vientre
acuna el germen de la transmutación.
Caminante, no dudes:
la estrella de tu alma te mostrará el destino.
Despojado, vulnerable y desnudo,
encontrarás la senda que trazó el sufrimiento.
XVIII. La Luna
Puedo verte bracear en el estanque
procurando llegar a alguna orilla.
Un fango oscuro lame tu contorno.
Mi luz especular
conjura el sortilegio donde viven tus sombras:
una alucinación viscosa, amniótica,
pura emoción sin bordes ni fronteras.
Soy Selene.
Soy Ishtar.
Soberana de mares y de vientres.
Astarté.
Mama Quilla.
Divinidad triforme:
doncella virginal, madre, hechicera.
Contémplame.
La oscuridad revelará el misterio:
arco iris del cosmos que se eleva
alimentando a Helios,
con cuya luz revelo mi presencia.
Esta noche soy Diana cazadora.
No insistas, como Acteón,
en descubrir el rictus de la cara que oculto.
Mis sabuesos custodian los portales,
Perséfone conduce la jauría.
En la noche del alma,
no temas al cangrejo zodiacal:
él puede revelar la matriz cósmica.
Te has atrevido al rito del pasaje.
Los miedos ancestrales no te agobian:
tu intuición es la balsa.
Ya lo sabes:
cada dolor no fue más que un peldaño.
Más allá de las torres
espera el mundo fértil de tu conciencia plena.
Claudia Ferradas (Buenos Aires, Argentina).
Fuente: "Arquetipos -Archetypes. Claudia Ferradas, translated by Cecilia Della Croce", Edición bilingüe, Modesto Rimba, 2021.
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